Durante el 19 y el 20 de diciembre del corriente 2021, en Argentina se dio una suerte de conmemoración del doble aniversario de la represión sucedida hace dos décadas, que no hace más que evidenciar la capacidad de la esfera política para imponer agenda. En los últimos veinte años, no hemos visto tanto abuso del aparato de propaganda y difusión con respecto a la memoria de tan traumático evento en estas fechas.
Ahora bien, este año esos mismos caudillos políticos parecen haberse sensibilizado repentinamente con el pueblo reprimido: memoriales, homenajes, discursos, asignaciones y hasta documentales inundan la escena política. Muy inocente sería creer que la preocupación es genuina: de los veinte años transcurridos desde las experiencias represivas de diciembre de 2001, durante catorce gobernó el partido que hoy nos habla de la memoria, reparación y homenaje; con el mismo rostro que, durante sus sucesivos años de mandato, se dedicaron a ascender y beneficiar a los responsables, políticos y policiales, de la masacre represiva de diciembre del 2001.

Cabe recordar también que la respuesta de la esfera política al grito enardecido de la gente, que reclamaba que se fueran todos y no quede ni uno solo, fue la represión. Más tarde llegaron las fingidas sorderas, dado que los únicos que se fueron, fueron los muertos. Los mismos políticos represores siguieron viviendo del producto de los ciudadanos, ya sea a través de abultados salarios por ocupar cargos públicos, o percibiendo jubilaciones de privilegio que enriquecen a aquellos que se dedicaron a empobrecer.
Entre los gobernantes que no se fueron ni murieron contamos varios integrantes de la escena política actual. Desde aquellos que, aunque inactivos en la función pública, continuaron recibiendo favores del poder de turno (recordemos el caso de la vacunación de privilegio de la familia de Duhalde), hasta quienes siguen ejerciendo cargos en las más altas esferas del poder.
Todo argentino más o menos enterado de los eventos políticos de nuestro país sabe que, en cada una de sus expresiones, nuestro presidente hace gala de ignorancia. Exhibe con frecuencia a ojos de todo el país, y del extranjero en ocasiones, su evidente falta de criterio y sentido de la ubicación. Los bloopers de Alberto son moneda corriente y pan de cada día para los ciudadanos, entre los que hay aquellos que lo toman con humor, quienes se indignan y quienes optan por la sana costumbre de, simplemente, ignorarlo. Más muy pocos son ya aquellos que lo defienden: desde el mismo espacio kirchnerista no faltó quien lo tilde de ocupa.
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Este presidente, carente de toda representación entre el pueblo, resistido por su propio espacio y hábil únicamente en la alquimia necesaria para combinar a la medida la incapacidad más absoluta de expresarse en público con la arrogancia necesaria para no escribir un discurso previo a pronunciarlo, hoy nos viene con un nuevo cuento: la violencia institucional, la memoria y el necesario homenaje.
Tanto logra dárselas de pacifista, que para estas fechas ha hablado del rol del Estado, no como ente coactivo, sino ajusticiador: “El Estado no está para ser violento, está para hacer justicia” ¿pero qué es la justicia, si no es más que la tercerización de la venganza? ¿Y se ha olvidado de que el medio de accionar del Estado siempre ha sido la violencia o su amenaza, siendo que en el ejercicio de esta ha dependido su vida profesional, y por tanto hasta sus ingresos?
No es la única forma en que se dirige hacia la fecha: el discurso oficialista estos últimos meses ha sido reconstruido hacia el humanismo más profundo, con los tintes alfonsinistas que Alberto siempre tuvo presente siendo enfatizados por eventos como la celebración de la Fiesta de la Democracia, el pasado 10 de diciembre. ¿Por qué los peronistas, que nunca han encontrado en el autoritarismo un problema, tienen ahora la necesidad de instaurarse con tanta fuerza en el discurso “republicano”?
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Volvamos al 2001: El gobierno aliancista es quien toma decisiones que no solo eran poco populares sino que además incumplían totalmente las promesas de campaña, como la salida de la dolarización. Es así que las personas se sienten defraudadas, ven anulada su representatividad en personas que no cumplieron con los deseos que ellos explicitan en las urnas, y aún más, se encuentran con que han caído en la estafa del sistema bancario centralizado, habiendo perdido sus ahorros y encontrándose repentinamente con una economía marchita y una moneda devaluada.
La consecuencia natural, el enojo más violento posible: las instituciones se han demostrado nefastas, corruptas por el poder de sus conductores. El desprecio se muestra en las marchas. “que se vayan todos”. No hay institución posible, ni constitución firmada, que avale la estadía de De La Rúa en el poder, cuando este ya no representa ningún alma sobre la tierra. En un desesperado manotazo de ahogado, De La Rúa busca aplacar las movilizaciones con lo mejor que el Estado sabe hacer: una feroz represión a lo largo del país, donde 36 muertos se han convertido en mártires gracias a la discursiva peronista, manifestando lo que una democracia fallida puede llegar a ser. Para ellos, que imponen cepos y nunca buscaron una representación fiel, este fue el punto de quiebre, la diferenciación entre una democracia y una dictadura: la violencia.

Aparece entonces en el discurso oficial el término “violencia institucional” como antítesis a la “democracia”. Para abordar este concepto y aclarar su inherente contradicción, es necesario tener en cuenta que la violencia institucional no es únicamente reprimir. Mejor dicho, toda represión es violencia institucional, mas la represión no es la única expresión de dicho tipo de coacción. El palo, las balas de goma, el gas lacrimógeno y la prisión no son sino consecuencia última que debe afrontar el individuo en su osadía de enfrentar al poder de turno y cuestionar la legitimidad con la que impone su autoridad.
Así, la violencia estatal es, parafraseando a Marx, un fantasma que recorre los estados nacionales en todo su territorio: no es su presencia, sino su amenaza, la que condiciona la acción y razón humana, libre y voluntaria. Es la existencia misma del Estado, ajusticiador y ordenador, el que corrompe las almas libres, quitándole el “poder” (kratos) de autodeterminación (libre decisión) al “pueblo” (demos).
Entendiendo a la amenaza como una forma de coacción violenta en sí, debemos entonces comprender que no solo la represión y la privación ilegítima del ejercicio de la libertad son una forma de violencia institucional, sino que también lo son todas aquellas acciones e intervenciones que se llevan a cabo en función de la prerrogativa estatal de poder coaccionar a los ciudadanos. Por ende, la recaudación de impuestos, en todas sus formas, ya estén presentes en forma de tributos, futuros en forma de deuda e inflacionarios, constituyen una flagrante violencia institucional, como también lo hace la instauración de leyes y ordenanzas, cuya autoridad descansa en el miedo a las represalias y en un sentimiento impuesto de constante vigilancia.

Nos encontramos ante un gobierno de un caradurismo inexpugnable. No hay parangón histórico de un gobernante que, siendo el presidente de un partido que ostentó el poder ejecutivo durante catorce de los veinte años que en estos días se cumplen de la represión, se acuerde dos décadas más tarde de las víctimas de la violencia estatal para ofrecerles homenaje y reparación. Veinte años pasaron, en cuyo transcurso el presidente ocupó posiciones de mucho poder, desde jefe del gabinete de ministros a presidente de la nación. Por más que intenten mostrarse compungidos por el recuerdo de los eventos sucedidos en diciembre de 2001, su permanente arraigo en el sector público demuestra que esto no constituye más que una táctica discursiva con el fin de eludir y aplacar las consecuencias de una eventualmente fatal inestabilidad política que un gobierno como el de Fernández ya debería haber sufrido.
Por más que intenten mostrarse compungidos por el recuerdo de los eventos sucedidos en diciembre de 2001, su permanente arraigo en el sector público demuestra que esto no constituye más que una táctica discursiva con el fin de eludir y aplacar las consecuencias de una eventualmente fatal inestabilidad política que un gobierno como el de Fernández ya debería haber sufrido. Es, pues, la inestabilidad política, con todas sus causantes, el factor último y determinante que propicia a los regímenes democráticos a la fatalidad. Más no sería apropiado circunscribir esta cualidad inestable a un único gobierno, ni identificarlo como un fenómeno puntual. Son, de hecho, poco frecuentes aquellas gestiones que pueden ser tildadas de estables.
Esto se debe a nuestra república ultra-presidencialista, gracias a la cual el sufragio es únicamente un voto de confianza del elector al representante, quien, más tarde, tiene una casi absoluta libertad de acción, ante la cual el ciudadano se halla impotente y privado de cualquier posibilidad de intervención. Así, el contrato electoral queda sujeto a una modificación unilateral de forma constante; ¿Qué nivel de representación política podemos esperar de un sistema con tales características? La supuesta representación no es más que la quita de poder, que va de las manos del pueblo hacia el Estado, delegado teóricamente gracias a un voto que ha demostrado creciente fraudulencia.

Cuando el Estado demuestra su ineficiencia en el manejo de la vida privada, los habitantes tienen la oportunidad de darse cuenta que su apoyo al mismo no debe ser incondicional, e incluso, que la autoridad pública sobre ellos suele estar apalancada en fenómenos psicológicos y subconscientes. Posteriormente, en un intento por aplacar la rebeldía, la violencia estatal desencadena el deseo de expropiación de la coacción por parte de dichos organismos defectuosos hacia la esfera privada, en un intento de recuperar lo injustamente delegado en el voto: la posibilidad de defenderse ante un gobierno. Así, terminan siendo condenados a colapsos recurrentes, mediados por la apropiación discursiva de dichos eventos violentos como «políticos», cuando nada tienen de ellos. Por el contrario, tanto las manifestaciones del 2001 como los reclamos actuales deben reconocerse siempre como órganos extintores, no promotores, de la política. Será entonces cuando el poder de réplica estará en nuestras manos, y no en la de obradores gubernamentales.

Coescrito por Tamara Pandolfi y Camilo Rossi